Nicolás Ureta es una mente brillante, es escritor, cineasta e investigador. El Blog de Nico es la recopilación de innumerables reseñas que ha escrito, en las que aporta una mirada única y profunda de diversas obras cinematográficas.
Nicolás va más allá, con cada reseña puedes aprender algo nuevo sobre la historia del cine y puedes conectar con cada una de sus palabras, pues te brinda una mirada profunda, empática y humana que transformará tu visión sobre las películas. 
“BALADA PARA NIÑOS MUERTOS”, de Jorge Nava, (COLOMBIA, 2020).
Todavía no entiendo por qué la gente continúa creyendo que Andrés Caicedo es un mito inventado por nosotros, sus amigos: mucha gente sigue pensando que su suicidio nos obligó a magnificar su figura, acaso como para exculparlo por la decisión de recurrir a la muerte voluntaria, en lugar de padecer la sucesión de vejámenes que para muchos suele comportar la existencia. Lo cierto es que nosotros no inventamos nada, y que nos hemos limitado a compartir nuestras impresiones de un amigo entrañable que, aun a pesar de sus enormes dificultades para hacer vida social, resultó ser una de las personas más preciadas dentro de nuestro círculo de amistades que floreció en torno al mundo mágico del cine: para nadie es un secreto que fue él quien más luchó por mantener con vida el Cine Club de Cali, y que sus textos críticos comportan un invaluable documento no solamente sobre el mundo del cine que veíamos en esa época, sino de la generación de caleños cuyo sueño era simplemente poder hacer algo de cine en un país en el que, en ese momento, ni siquiera tenía una verdadera tradición fílmica como sí la tenían países como México o Brasil. Pocos tenían el talento de Andrés para penetrar lúcidamente en el universo de las películas que llegaban a nuestras manos o que teníamos la oportunidad de ver en los cines de la ciudad; de ahí nuestro respeto hacia ese muchacho tímido y un poco tartamudo que por eso mismo prefería escribirnos que conversar de viva voz con nosotros, y que padecía serios problemas de ansiedad cuando se veía obligado a hacer un poco de vida social. Muchos lo considerábamos un tipo encantador cuya sonrisa escondía el espíritu de un niño grande; un niño grande adolorido que sentía a flor de piel las penas del mundo ya desde su infancia: la muerte de su hermanito menor fue un suceso que lo marcaría de por vida y el fantasma de su presencia espectral le haría sentirse afín a los relatos de fantasía oscura que Lovecraft escribió con prolijidad. Nadie como Andrés sintió tanto el frío y la gelidez de los relatos de terror leyéndolos en una ciudad de tanto calor como Santiago de Cali, donde es mejor quitarse la ropa en lugar de ponérsela como sucede en las ciudades frías como Bogotá, que parecen salidas de un cuento oscuro. 
Simplemente sintió el llamado de las letras desde muy joven, y debemos reconocer que atender a ese llamado no es fácil, pues se necesita de mucha soledad para sacar adelante el universo literario que uno lleva en la sangre, con o sin ansiedades sociales o debilidades por todo aquello que nos puede parecer desequilibrado. Y Andrés descubrió la belleza de ese desequilibrio, sin duda, en los relatos de terror que siempre soñó con llevar al cine: si bien es cierto que éramos unos muchachitos que soñaban con ver su película terminada y exhibida en los teatros de Cali, todos nos esforzamos de alguna u otra manera para que ese objetivo pudiera terminar con un final feliz, incluyendo a Andrés. Aun a pesar de que sus problemas para socializar pudieran ser más fuertes que su capacidad de resiliencia, su voluntad nunca cejó ni retrocedió en su afán por conquistar el mundo del cine: quería crear y quería que su oficio creativo fuera el de un auténtico autor que es capaz de escribir y dirigir sus propias películas. No me cabe la menor duda de que eso hubiera sido así si no hubiera llegado tan deprimido de Estados Unidos luego de no haber podido vender el guion de terror que había escrito con tanto esmero, pero cuya traducción artesanal, efectuada por su hermana mayor a punto de diccionario, comportó un auténtico desastre: el propio Roger Corman, legendario productor y director de películas de bajo presupuesto y quien era el blanco principal de Andrés, le recomendó buscarse un traductor profesional que estuviese verdaderamente versado en el inglés idiomático, puesto que no había logrado entender ni la más mínima frase del guion que con tanto entusiasmo le había logrado mostrar nuestro entrañable amigo escritor. Sin embargo, comprendió lo suficiente como para juzgar que algo había en esa historia que prometía una buena película de terror. Entonces la depresión de Andrés comenzó a crecer y pronto tomó la forma de un desasosiego que confirmaba su teoría de que no valía la pena vivir más allá de los 25 años. Pero su desasosiego venía de mucho atrás; más que todo de su flagrante torpeza social, de la que él siempre fue muy consciente, pues en varias de sus cartas escribió cómo se lamentaba por haberla cagado insistentemente con la gente que lo quería; no era su culpa, pues siempre supimos que los hombres más sensibles y talentosos suelen ser los menos dotados para la vida en comunidad. Y era tanta la ansiedad que su torpeza social le producía, que siempre estaba de afán, siempre estaba queriendo estar en otro lugar o estar solo para poder disfrutar de su soledad; una soledad muy prolífica, por cierto, pues tenía facilidad para concebir sus historias más maravillosas cuando nada ni nadie alteraban su necesidad de inventar ficciones en soledad. Para muchos de nosotros, comenzando por Luis Ospina, Andrés era el eterno peregrino: es decir, el hombre que siempre está de paso, que siempre está en tránsito hacia algún otro lugar, que siempre tiene algo más que hacer y nunca cuenta con el tiempo suficiente para poder hacerlo; era muy raro verlo haciendo visita sentado en una mecedora y tomando tinto mientras charlaba: de hecho es muy difícil para mí recordar si alguna vez se sentó, pues su fobia social lo obligaba a mantenerse de pie y caminando, como queriendo escapar, como queriendo estar en otro lugar donde pudiera estar en paz consigo mismo y con el resto del planeta. 
Es fama que tenía siempre sus días planificados minuciosamente: tenía todo planeado para aprovechar el tiempo al máximo, y aun así, siempre le quedaban cosas por hacer y que al otro día lo atormentaban si no podía hacerlas. Creo que ese afán por aprovechar al máximo el tiempo provenía del hecho de saber que no pasaría de los 25 años, y que por lo tanto tenía que ocupar sus días al máximo, pero no en un sentido vital sino en uno intelectual: crear era lo suyo y el hecho de tener que vivir la vida en su más desnuda cotidianidad, no se iba a interponer entre él y sus proyectos creativos, mucho menos en los que tenían que ver con el cine o el Cine Club de Cali: bien fuera porque tenía que recoger las películas del cine club, o porque tenía que corregir una reseña, o porque tenía que pasar por la biblioteca, casi nunca estaba en plan de solamente pasarla bien con sus amigos durante un rato; sencillamente no estaba para perder el tiempo en cosas que él consideraba superfluas y que se interponían entre su creatividad y su necesidad de estar ocupado viendo cómo los días poco a poco se le iban agotando.
Era fácil hablar de cine con él: “¿viste tal película?”, “¿recuerdas tal escena?”, “¿qué tal te pareció ese final?”, mientras que otros temas simplemente le exasperaban, puesto que siempre detestó a los intelectuales y a la intelectualidad; nunca se consideró un intelectual, ni siquiera un artista, sino simplemente un escritor que había sucumbido a la necesidad de establecer una relación íntima con el cine y algunos pocos cineastas para, tal como muchos de nosotros también  lo deseamos, dejar huella en un mundo que fluctúa entre el olvido y la frivolidad. Como en todos nosotros, su pasión por el cine no tenía límites: lo hacía todo por ver rodar el celuloide frente a sus ojos; incluso codirigir su primer cortometraje, Angelita y Miguel Ángel, con nuestro amigo Carlos Mayolo, cosa que, en realidad, no fue una experiencia grata: los ánimos disentían mucho entre sí, y su visión cinematográfica también. Bastaba cualquier discrepancia para que surgiera la tensión en el plató; y aunque estábamos trabajando entre amigos, las discusiones no se hicieron esperar: los pareceres divergían mucho y el resultado estético, por lo tanto, no fue el esperado. Pero la película se hizo y a todos nos quedaba el orgullo de haber sido capaces de sacar adelante un corto en un país en el que hacer cine era una labor algo más que quijotesca. Y entre un día de rodaje y el otro, Andrés continuaba con sus escritos. En vida publicó grandes cosas, sin duda; entre ellas Maternidad, que fue considerada por él mismo como su mejor obra. Muchas veces me pregunto qué estaría escribiendo ahora si no hubiera tomado la opción de suicidarse aquel 4 de marzo del 77, el mismo día en que recibió el primer ejemplar de su primera novela publicada en vida ¡Que viva la música! Lo cierto es que su admirado Poe y su venerado Lovecraft habían influido tanto en su manera de escribir, que seguramente habría tomado el camino de la fantasía aterradora y el relato macabro: no se podría comprender la existencia de Pura sangre, de nuestro amigo Luis Ospina, sin la influencia de Andrés y su pasión por las historias de horror resulta muy probable que esa película no hubiera sido lo que llegó a ser, puesto que fue Andrés quien refirió a Luis el argumento, tomado de una noticia real, de la que después  habría de surgir el guion de su ópera prima, una obra de la cual los amigos de Luis y Andrés nos sentimos particularmente orgullosos.
No le conocí muchas novias, pero es verdad que las mujeres solían morirse por él; no las culpo: era un tipo físicamente muy atractivo y el hecho de ser escritor y crítico de cine atraía no solamente a todas las muchachitas que morían por pertenecer al mundo del arte, sino a todas aquellas que para esa época no resistían el cabello largo y el hecho de que un hombre apuesto se dedicara a la escritura el cine y el teatro. El hecho de saber que era escritor bastaba para volverlas locas; pero Andrés siempre fue un tipo tímido y su torpeza social aumentaba cuando sus contertulias eran del sexo opuesto. Todas decían que era un hombre muy lindo como persona y que descollaba también por la belleza de su apariencia física. Pudo haber sido un gran conquistador, pero eso no le interesaba en lo más mínimo: era un hombre cuya sensibilidad se movía por los terrenos del arte y la soledad, que siempre es necesaria cuando de oficios creativos se trata. Pueda que no fuera la persona más sociable del mundo, pero una cosa sí es cierta: nadie nunca podrá ser como él, por más que busquen la manera de imitarlo o de congeniar con sus puntos de vista sin comprender realmente su manera de pensar. Su pasión por los relatos de terror y su facilidad para tratar a profundidad los temas de la adolescencia, difícilmente podrán ser alcanzados o siquiera mínimamente imitados por sus acérrimos epígonos; quizá sólo podrán ser parecidos o influenciados por él de una manera positiva, pero, desde luego, nunca iguales. 
COMENTARIOS:
Interesante documental que recobra la vida y obra de Andrés Caicedo desde su relación con las historias de terror, tanto literarias como audiovisuales. Como todo el mundo sabe Andrés Caicedo fue un escritor caleño que en su momento llegó a ser considerado una gran promesa para la literatura y el cine colombianos, pero su suicidio en 1977, premeditado durante años, acabó con esa ilusión. Y es precisamente eso lo que se comenta en este documental. Tuvo una vida sencilla, rodeada de unos pocos buenos amigos; sin embargo detrás de su carácter empático y su enorme carisma, se escondía un dolor profundo como los que atribularon a Lovecraft y Poe, y que lo condujo a quitarse la vida al haber cumplido los 25 años. 
En 1969 comenzó a hacer crítica literaria en diarios locales como El País, Occidente y El Pueblo. Nunca fue ajeno a los reconocimientos, puesto que recibió varios premios literarios en vida: a su relato Berenice, por ejemplo, le fue otorgado una mención importante en el Concurso de Cuento de la Universidad del Valle, mientras que Los dientes de Caperucita alcanzó el segundo lugar en el Concurso Latinoamericano de Cuento organizado por la revista venezolana Imagen. Tampoco fue infiel al mundo del teatro, otra de sus grandes pasiones: adaptó y dirigió una obra de Eugène Ionesco conocida como Las Sillas. Pero es de todos sabido que su nombre estará por siempre asociado al género del relato breve, del cual alcanzó a ser un consumado maestro: célebres son relatos suyos como Por eso yo regreso a mi ciudad, Vacío, Los mensajeros o De arriba debajo de izquierda a derecha, entre muchos otros de igual interés. 
Por su parte, Jorge Navas es un realizador caleño muy popular en Colombia y que inició su carrera de en el año 1996, precisamente con una adaptación que hizo del libro de Andrés Caicedo Cali Calabozo, gracias al apoyo de una beca otorgada por Colcultura. Luego se mudó a Bogotá en 1997, donde inició labores como director de comerciales y spots publicitarios. Ya en 1999 dirigió su primer cortometraje Alguien mató alfo (o la última inocencia), por el cual ha recibido varias distinciones, entre ellas el premio India Catalina en el año 2000. A partir de ahí ha conducido una carrera cinematográfica exitosa, contando entre sus producciones películas como La sangre y la lluvia, de 2009, de 2009, y con la cual logró el reconocimiento como director a nivel nacional. 
Por su parte, el haber recurrido en este documental a las cartas personales de Andrés con la narración en OVER por Sandro Romero Rey (uno de sus amigos más cercanos y un especialista en cine) es un acierto que genera entre cierta intimidad entre el espectador y la memoria de Andrés. Y aunque ya se habían realizado otros documentales sobre la vida de Andrés Caicedo, éste en particular posee el atractivo de ser un documental que aborda su vida desde su gusto por las historias de terror; así, se describe este gusto por lo sombrío desde su fragilidad como ser humano, desde su condición de “niño grande adolorido”, de hombre arrebatado por una temprana melancolía que pareció estallar con la muerte prematura de Pachito, su hermano menor que moriría a la edad de 2 años por una hidrocefalia mal manejada: a partir de ahí, Andrés conocería la facilidad con la cual lo bueno de la vida puede terminar convertido en un auténtico calvario. 
Aun a pesar de que durante todo el documental no se recurre a la palabra “pesimista”, es claro que Andrés no fue nunca muy optimista en cuanto a las bondades de tener que existir en el caos y la arbitrariedad de nuestras ciudades del mundo posmoderno: su gusto por Lovecraft y por todo aquello que surge con los fantasmas de la noche, es un claro indicativo que esto era así, quedando patente que para Andrés los muertos vivientes eran algo así como un símbolo del canibalismo que la humanidad ha disfrazado bajo el nombre Cultura, y que acostumbra a cebarse con los más frágiles (incluyendo a Andrés). Se da a entender que la fobia social de Andrés y su torpeza para desenvolverse en sociedad era un mecanismo de defensa con el cual buscó protegerse de esa gehena que ya era el mundo occidental de los años 70, y que amenazaba con ponerse peor durante la siguiente década en la que la extrema derecha parecía ser la voz cantante en esa suerte de contienda bélica indirecta que fue la Guerra Fría. Mucho se ha dicho sobre cómo Lovecraft había encriptado los grandes problemas políticos del siglo XX, disfrazándolos de relatos de horror donde la monstruosidad campea en sus mejores páginas. Dudo que esto haya sido deliberadamente así, pero me resulta claro que Andrés percibía los cuentos de terror como una metáfora de los horrores que el hombre del último siglo había acostumbrado a modo de civilización. 
El documental logra salir adelante para mostrar la parte más humana de Andrés al referirse a su pasión por el cine de Roger Corman, el gran genio del cine de bajo presupuesto y cuyas adaptaciones de algunos relatos de Edgar Allan Poe, protagonizados por el mítico Vincent Price, son ya bastante más que legendarias y por las cuales Andrés sentía un hondo respeto. Un respeto especial, puesto que Andrés pertenecía a un círculo intelectual que, sin embargo, solía despreciar a realizadores claves de la serie B como George Romero y el mismo Roger Corman; así queda patente que Andrés no era un snob de ciudad pequeña ni tampoco un intelectualoide metropolitano: sentía profundamente los relatos de terror y admiraba sinceramente el señor Corman; para él, Lovecraft y Poe habían descubierto el gran filón de los temas desechados por la gran mayoría de escritores “serios” entre los cuales Andrés nunca quiso identificare: desde luego la literatura era para él algo muy serio, pero esa seriedad no despreció nunca el cultivo de la fantasía oscura y la devoción por los vampiros; y valoró con tanta intensidad el indiscutible aporte de la literatura gótica, que Andrés puede contarse dentro de los grandes maestros de un movimiento conocido como el gótico tropical, que para él, más que comportar un estilo literario, en realidad figuraba toda una corriente que permitía generar metáforas que pudieran desnudar el corazón humano y mostrar su lado más oscuro, aún en una ciudad tan calurosa y rumbera como Santiago de Cali, y compartiendo con Lovecraft y Poe la idea de que no hay mayores temas que todo aquello que se oculta en lo más profundo del alma humana, aún si parece que en sus relatos podría estar imponiéndose la truculencia. Y fue esa misma pasión por el cine lo que hubo que llevarlo a fundar el Cine Club de Cali.
En lo personal, al ver este documental sentí que mi identificación con Andrés iba más allá de lo simplemente anecdótico o lo meramente generacional: la dificultad para hacer vida social, la necesidad de hacer la mayor cantidad de cosas al día, el hecho de estar siempre de paso, de tener afán, de temer que las horas se agotan si haber escrito al menos una página, de sentir que es mejor escribirle a mis amigos que hablarles, de sentir que el cine es una forma de vida y es más que una pasión, de ser rebelde a la hora de crear, de optar por lo sombrío y lo escabroso en el momento de concebir una historia, de confundir realidad con irrealidad en una buena ficción, el temor de acabar sin dejar huella, son vínculos que me atan a un personaje del cual sabía dos o tres cosas y a quien mantenía prudentemente a distancia más por ignorancias y prejuicios varios que por verdadero conocimiento de causa. 
Me fue imposible no identificarme con él, y sentí que todos esos años en que pasé ignorándolo deliberadamente eran en realidad más que el fruto de un prejuicio: eran fruto del temor de que acabara gustándome demasiado. Sentí que debí haberlo leído en la adolescencia, pero inmediatamente después sentí que podría haber sido un error todavía peor que haberlo ignorado, puesto que me habrían bastado sus páginas para justificar mi propia muerte voluntaria. Y si Rafael Chaparro Madiedo, su mejor epígono, tampoco pudo sobrevivir a una muerte joven, yo ni siquiera habría podido pensarlo con la misma cabeza fría con la que Andrés se separó de este mundo. 
Gracias a este documental, los escritos de horror, tanto guiones como relatos, que habían quedado relegados a un baúl fueron recobrados y valorados en su justa medida, amplificando la figura mítica de Andrés Caicedo y demostrando no solamente su valor como escritor sino la legitimidad de un género como el terror, que durante años ha sido injustamente considerado como secundario o menor, pero que tiene tanto qué decir sobre la condición humana como las obras de Tolstoi, Flaubert o el mismo Gabriel García Márquez.
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